La odisea de los giles es de esas historias que manejan un delicado equilibro entre el drama, individual y social, y la comedia a partir de las desgracias, individuales y sociales.
La historia nos sitúa en un pequeño pueblo argentino en decadencia económica, debido a los grandes capitales, que han hecho desaparecer el comercio y la pequeña industria local. En este contexto, un grupo de personajes arquetípicos de la sociedad argentina, pero comprensibles para cualquier espectador latinoamericano, intentan reactivar la economía del lugar con la creación de una cooperativa. Para ello deben juntar cierta cantidad de dinero y postular a un crédito que les permita comprar una propiedad y reparar instalaciones obsoletas.
Lamentablemente esto ocurre poco antes del infame “corralito”, es decir, en medio de la crisis política y económica vivida en Argentina durante el año 2001.
Todo lo dicho es sólo la introducción de la peripecia, que llevará a este grupo de adultos a dejar a un lado su moral de clase media asalariada (que respeta las reglas, que procura actuar con honestidad sin dañar a nadie) y enfrentarse a individuos que se han enriquecido con las desgracias comunitarias.
Esta adaptación de La noche de la usina, un relato de Eduardo Sacheri, encuentra su principal apoyo en el carisma de sus protagonistas: por un lado Fontana (Luis Brandoni), un anarquista de la vieja escuela que insta a su amigo Fermín (Ricardo Darín, que ya es casi un meme cinematográfico del ciudadano estafado por el sistema), a dejar de ser uno más de “los giles” que aceptan sin chistar el bullying por parte de las autoridades y los psicópatas de cuello y corbata.
Una trama sencilla, no exenta de sorpresas, que fluye gracias a muy precisos alivios cómicos y que conscientemente homenajea a cierto tipo de western, lo que se deja en evidencia por las acciones y por la música en determinados momentos que no vamos a arruinar con spoilers.
En resumen, una buena película cuyo argumento, a pesar de relatar hechos de hace casi 20 años, desgraciadamente, conserva plena vigencia. Por ello, es una buena oportunidad para que los veinteañeros inviten a sus padres al cine, permitiendo que la película sea una instancia de conversación generacional, sobre las crisis de ayer y hoy.